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Por Antonio Muñoz Molina

En Granada cristaliza, aproximadamente entre el principio de la segunda década del siglo XX y la mitad de la tercera, una parte crucial de lo que el historiador Juan Marichal llamó «la universalización de España»: un doble movimiento de expansión y recepción, de irradiación y aprendizaje. Lo mejor de la tradición cultural española se proyecta hacia el mundo exterior, venciendo el cerco doble de la ignorancia y del estereotipo, sobreponiéndose a siglos de aislamiento; y las mejores influencias de esos otros mundos hasta entonces inaccesibles llegan a nuestra cultura, la fecundan, la alientan.

Son los años en que la Granada imaginaria de «La vida breve» y «El amor brujo» de Falla deslumbran en París; cuando las «Noches en los jardines de España se inscriben en el panorama más exigente de la música nueva. En Granada culmina el encuentro de la novedad con la tradición. Falla ahonda en las raíces del cante jondo y al mismo tiempo da un salto de modernidad que lo lleva al menos tan lejos como al Stravinsky de Petrouchka o «Histoire du soldat».

Cuando se estrena en París «El retablo de maese Pedro», su triunfo es un reconocimiento internacional de cosas muy secretas que estaban cuajando en Granada, en la escala íntima de la ciudad recogida sobre sí misma que al mismo tiempo se estaba abriendo al mundo. Es la Granada de la Fiesta de Reyes de 1923 en casa de la familia García Lorca, y la del taller de muñecos y marionetas del gran Hermenegildo Lanz, infortunado y casi desconocido para la posteridad, hacedor de muñecos extrañamente parecidos a los que en esa misma época estaba haciendo Paul Klee en la Bauhaus. Granada deslumbra en la universalidad de lo que se hace dentro de ella y lo que sobre ella proyectan las imaginaciones creativas de quienes nunca la han visitado. Una postal en colores pastel de la Puerta del Vino de la Alhambra que le había enviado a París Manuel de Falla le bastó a Debussy para componer uno de sus misteriosos preludios dedicado a ella. Escucharlo es regresar a Granada para quien está ausente y entrever la ciudad para quien no la conoce. Granada es una ciudad real y es un lugar de la imaginación.

La música culmina ese desbordamiento de entusiasmos creativos. Volver a lo mejor de entonces es volcarse de nuevo hacia lo mejor del pasado, hacia las posibilidades más generosas del porvenir. Falla y Lorca amaban por igual la tradición de los cantos populares y las músicas perturbadoras que parecían exigir oídos nuevos para ser apreciadas. Sabían trabajar a la escala de lo mínimo y a la de lo desmedido. En su trabajo diario y en su ambición de hacer las cosas con la perfección que exigía otro visitante ejemplar de la ciudad, Juan Ramón Jiménez –«Más vale mucho, y perfecto»– aquellos granadinos estaban a la altura de los sueños más altos que la ciudad inspiraba. En Europa entera, en la América culta de Buenos Aires y Nueva York, resonaba la universalidad de sus sensibilidades granadinas.

El Festival de Música y Danza de Granada nació en la Alhambra para recoger y transmitir ese legado, para reforzar el vínculo entre la ciudad imaginaria y la ciudad real, entre la tradición popular y culta de Andalucía y el patrimonio ingente de la gran cultura musical europea.